“¿No crees que eres un poco mayorcita ya para asistir a los ‘campamentos cristianos’?”

Eso no es exactamente lo que esperaba leer entre los comentarios del libro de visitantes de mi sitio web cuando recibí una notificación de que había un comentario nuevo. Esperaba encontrar un comentario elogiando lo que a alguien le habían gustado mis novelas para niños y jóvenes sobre los campamentos, no una crítica feroz firmada por “Kevin” (esa es toda la identificación que encontré en el comentario) sobre la manera en la que yo había decidido pasar los veranos y el tema al que había dedicado mi carrera de escritora.

Y sí, ya me acercaba a los treinta y estaba empezando a notar esas pequeñas arrugas alrededor de los ojos al mismo tiempo que este Kevin leyó mi página, pero ni en aquel momento (ni nunca) seré demasiado vieja para seguir asistiendo a campamentos cristianos.

Yo fui una de esas adolescentes que nunca se sintió a gusto en la escuela. Siempre sacaba las mejores notas, enseñaba catequesis los domingos y prefería pasar los sábados por la noche viendo en la televisión el programa Dr. Quinn, Medicine Woman con mi mamá que de fiesta con mis compañeros de clase. En realidad no había tenido ninguna conexión con la mayoría de las personas que se habían sentado a mi lado en el salón de clase desde kindergarten. Durante años, había caminado por los pasillos de la escuela con mi autoestima deteriorándose poco a poco con cada actividad de la que me excluían del grupo popular y con cada menosprecio sobre mi ropa o mi personalidad. No tenía ni la más remota posibilidad de que ningún chico me invitara a ir al baile de fin de curso porque los chicos solo hablaban conmigo para preguntarme la respuesta al problema número tres de Álgebra.

De repente, un día de nieve de febrero, sin pensarlo mucho, me puse en contacto con uno de los deanes del campamento religioso al que había asistido de niña y me ofrecí voluntaria para ser instructora el próximo agosto. Hasta el día de hoy, todavía no tengo idea qué me motivó a hacer eso. Yo era una adolescente muy tímida, y en aquella época, solo pensar en tener que conocer lo que parecían miles de personas desconocidas a la vez me resultaba aterrador. (Bueno, lo admito, todavía no es algo que me encante hacer). Usar baños comunales y ponerme en traje de baño delante de personas extrañas tampoco se encontraban en mi lista de cosas divertidas. Pero, por alguna razón, tomé el teléfono y marqué el número del deán en el folleto del campamento. Me imagino que pensar en los días cálidos a orillas de un lago debía de sonar muy bien para dejarlo pasar mientras miraba por la ventana a cuatro pies de nieve.

Ya estaba más que nerviosa cuando aparecí en el campamento aquella semana, y cuando me enteré de que varios de los otros consejeros eran adolescentes de mi edad (el tipo de gente con la que nunca había conectado), me entró un ataque de pánico por dentro. Por fuera, estoy segura de que parecía una chica nueva tranquila e acobardada por las circunstancias.

Pero reuní todo mi coraje y continué (o quizá la persona que me había llevado en carro ya se había ido y la única otra alternativa además de apretar los dientes y seguir adelante era hacer autoestop para volver a mi casa, a más de una hora de distancia). Lo único que esperaba era llegar al final de la semana sin pasar por el “momento más embarazoso” de mi vida.

En  ningún momento en mis sueños más descabellados se me ocurrió pensar que ser instructora en un campamento religioso me iba a cambiar la vida, pero lo hizo. Fue una semana entre mi segundo y tercer año en la escuela secundaria. Una semana corta. Siete míseros días. Pero fue la mejor semana de mi adolescencia. Conocí a compañeros instructores y a miembros del personal del campamento que se hicieron amigos míos inmediatamente, personas que me aceptaron como era y se molestaron en conocerme, a mí, la persona a la que mis compañeros de clase no conocían después de una década de proyectos, reuniones animadoras y recesos juntos. Lo que más me sorprendió fue que los chicos (incluso los guapos y populares) hablaban conmigo y nunca me preguntaron la respuesta al problema número tres de Álgebra.

Muchas de mis amistades continuaron durante el año escolar por medio de cartas y llamadas de teléfono, y cuando regresé al campamento el verano siguiente, me sentí como si estuviera volviendo a casa a visitar a mi familia. Por fin había encontrado el lugar en el que me sentía a gusto, el lugar en el que tenía amistades verdaderas y para toda la vida, el lugar en el que me podía reír, el lugar en el que me sentía que era alguien. Esa era mi gente, ahora podía pasear por los pasillos de la escuela con la cabeza bien alta, segura de quién era y del grupo al que pertenecía, en vez de apresurarme a la próxima clase, intentando sobrevivir sin ningún encuentro humillante con los estudiantes populares.

El slogan de la versión original de Buddy Check, mi primera novela adulta que tenía lugar en el campamento ficticio Camp Spirit, era “¿Y si hubiera un lugar en el que los chicos normales fueran héroes y la chica a la que nadie invitó al baile de fin de curso tuviera demasiados novios? Bienvenidos al campamento…”. Ese es el resumen que yo haría de los campamentos. Es un lugar en el que cualquier persona puede destacar y donde a todo el mundo se le da la oportunidad de ser respetado, valorado y querido. 

He sido instructora en el mismo campamento religioso desde aquel primer verano, y tengo planeado serlo hasta que no pueda hacerlo por razones físicas. La razón es que yo sé que hay otros niños como yo en el mundo –adolescentes que no sienten parte de ningún grupo en el mundo y que pueden hacer amigos, sentirse seguros y ser aceptados por sí mismos en un campamento. Todas y cada una de las semanas en las que trabajo como instructora me esfuerzo por ofrecer un ambiente seguro y acogedor a todos los adolescentes en mi cabaña y por promover la formación de amistades y confianza en los demás. Todos los niños merecen sentir que son únicos y maravillosos, a pesar de lo que sus compañeros del “mundo real” les hayan metido en la cabeza. Sé muy bien que yo sería una persona muy diferente hoy si no hubiera asistido al campamento, probablemente una persona extremadamente tímida y solitaria.  

Y también sé que todos los niños no tendrán la oportunidad de asistir a un campamento. Por eso sigo escribiendo sobre el tema año tras año. Como voraz lectora que soy, conozco el poder de la palabra escrita, la manera en la que una persona se puede sentir transportada a otro mundo por el contenido en blanco y negro entre dos cubiertas. Mi objetivo como autora es mostrar a los niños todo lo que son los campamentos con la esperanza de que se les ocurra comprobar por sí mismos lo que significaría para ellos asistir a uno. Ya conozco a dos adolescentes que decidieron convertirse en instructoras de campamento después de leer mis libros. Las dos la pasaron de maravilla (por supuesto, es un campamento), y una de ellas es también escritora, así que quizá algún día también compartirá sus propias ideas sobre los campamentos con el mundo. 

Así que para contestar a la pregunta de Kevin, no, no soy demasiado mayor para seguir yendo a un campamento cristiano. Me gustaría que Kevin hubiera marcado la cajita que pide el correo electrónico de la persona que escribió el comentario. Si lo hubiera hecho, me habría puesto en contacto con él y le habría ofrecido un libro gratis para que él mismo averiguara por qué personas de todas las edades la pasan tan bien en los campamentos. O incluso mejor todavía, quizá le podría haber ayudado a encontrar un campamento al que asistir.

Jenifer Brady ha sido instructora de campamento desde 1995 y también se ha desempeñado como deán y empleada del campamento. Es autora de la serie Abby’s Camp Day, Buddy Check, y Super Counselors, cuya acción transcurre en el campamento ficticio en la Península Superior de Michigan. Para aprender más (y reírse un poco con los comentarios de Kevin), visite www.jeniferbrady.com.